La Guerra del Pacífico
(1879-1884), conflicto que enfrentó a la república de Chile con las del Perú y
Bolivia. Presenta la imagen de un soldado chileno, armado con un fusil Gras con bayoneta, a
punto de ultimar a un soldado peruano herido que es auxiliado por una “rabona”
a la que acompaña un niño. El procedimiento de aniquilamiento a los soldados y
civiles heridos peruanos fue practicado por las tropas del Ejército de Chile en
cumplimiento de las órdenes de su Comando, principalmente de Patricio Lynch,
comandante en jefe del Ejército de ocupación que impartía las ordenes desde el
palacio de gobierno de Lima, Perú. Consistía en ultimar a los soldados y
civiles heridos a la terminación de los combates, así como ocurrió en la
batalla de Huamachuco el 10 de julio de 1883, donde más de 380 heridos fueron
asesinados mediante el "repase", principalmente en las extensas
pampas de Purrumpampa. Este tipo asesinato (ensañamiento) era cometido mediante
el uso de la bayoneta o con el denominado cuchillo corvo, puñal para degollar
que utilizaba las tropas del ejército de Chile.
El corresponsal de “El Mercurio” de Valparaíso, señor Eloy T. Caviedes, describió el crimen del repaso en los siguientes términos: "Los soldados chilenos son por instinto feroces y carniceros; no se satisfacen con ver muertos a sus enemigos; creen que se hacen los muertos, y para dejar bien muertos a los muertos, terminada la batalla recorren el campo, y ultiman a los heridos... A este acto de barbarie casi increíble, le dan el nombre de repaso (merienda) y de ello se jactan..." (Paz Soldán 1884, 477).
Escribe: Alfonso Bouroncle Carreón.
"La soldadesca de Alejandro Gorostiaga,
después de la batalla se dedicó a depredar y destruir la ciudad de Huamachuco.
Para mostrar lo que sucedió, copiamos algunos párrafos de la obra "La
batalla de Huamachuco y sus desastres", escrita por Abelardo M. Gamarra
"el Tunante", obra presentada por el editor en las "Memorias de
Cáceres": (188) .
"Para pintar los horrores
de la implacable crueldad de los soldados chilenos nos bastará citar las siguientes
palabras textuales de don Raimundo Valenzuela, chileno, autor de un libro
titulado "La batalla de Huamachuco" (Santiago, Imprenta Gutemberg,
1885), que dice, hablando de la persecución de los fugitivos: "Duró esta
como hasta las nueve de la noche. En el delirio de la persecución no perdonaban
a nadie: enemigo alcanzado era enemigo muerto". Lo que quiere decir que
repasaron a los heridos que habían quedado fuera de combate, que ultimaron
despiadadamente a los que se rendían y que fusilaron a jefes y oficiales,
dignos por mil títulos de respeto, de quienes en verdad fueran hidalgos; pero no, esa carnicería espantosa eternamente llevarán
sobre sí los chilenos que pelearon en la batalla de Huamachuco. Las escenas que pasamos
a describir, y de cuya autenticidad a Dios ponemos por testigo. La hora del
infortunio había sonado.
Una a dos de la tarde del martes 10
de julio de mil ochocientos ochenta y tres. Durante los tres días del sangrante
reñir, casi todas las principales familias, y no pocas de las del pueblo,
habían, como hemos dicho, abandonado la población: dos o tres, a lo más, de las
primeras, vieron llegar el terrible momento, y no tuvieron ni tiempo para huir,
ni encontraron un lugar donde refugiarse. Como volcán que estalla y derrama su
lava sobre la campiña, desde la cumbre del cerro Sazón se lanzó sobre la ciudad la
soldadesca desenfrenada, semejante a los bárbaros del siglo V, en los pueblos que
conquistaban; aullando como jauría de perros, más que dando gritos de triunfo,
en grupos armados se esparcieron los chilenos por toda la ciudad y sus
suburbios, rompiendo a culatazos cuanta puerta encontraban cerrada, después de
descerrajar a tiros de rifles en las chapas, e incendiando las casas de los que habían colaborado con las fuerzas de Cáceres.
Olvidando todo sentimiento
humanitario, solo hablaba en aquellos feroces y crueles hombres el instinto del
bruto; sus rostros mismos, bañados por el sudor, embadurnados con el polvo de
la refriega y muchos salpicados con la sangre peruana, presentaban, según
refieren testigos presenciales, aquel aspecto patibulario de los descamisados
del 93, o de los salvajes compañeros de Atila. Ebrios por el licor, por lujuria
y la codicia, acuchillando moribundos, "repasando" a los heridos,
lanzando gritos, destrozando cuanto encontraban; era aquello como danza
infernal, en la que el horror del asesinato, las imprecaciones del asesino y el
clamor de las víctimas, se mezclaba la algaraza de la lubricidad.
—"¿Dónde está la
plata?" era la primera pregunta, de aquellos criminales autorizados.
—Señor, soy una pobre,
respondía alguna infeliz anciana. —"Mientes, vieja bruja, entrégame la
plata si no quieres morir" y la boca del rifle tocaba el pecho de la
desventurada. — ¡Por el amor de Dios!—"Muere vieja ladrona",
y el soldado arrojándola por el suelo, penetraba hasta el último rincón de la
casucha; rompía los baúles, tomaba todo lo que era de valor, pasando a otra
casa a repetir la misma escena, y así no hubo una sola de la ciudad que se
librara del saqueo.
Indescriptible era el cuadro
que presentaba cada casa: puertas hechas pedazos, baúles destrozados; objetos
que no eran de valor rodando por el suelo en fragmentos; manchas de sangre en
las paredes; cadáveres de infelices ancianas, ancianos, de indefensos inválidos, tendidos
en los corredores o en medio de las habitaciones; mujeres desmayadas o
semimuertas, víctimas de horribles violaciones en actitudes vergonzosas.
Las infelices subían a los
tejados a ocultarse, las seguían los soldados: se arrojaban al suelo desde lo
alto, prefiriendo la muerte a la deshonra, y sobre caídas y exánimes, como
sobre cadáveres, se lanzaban los que no habían subido tras ellas, y las
violaban.
Ebria la mayor parte de
aquella infame soldadesca asesinaban por placer, robaban y cometían violaciones
lanzando carcajadas bestiales. Ni el templo se libró del ultraje: rompieron a
balazos las cerraduras, de igual modo las de los Tabernáculos, despojaron de
sus alhajas a los altares y las imágenes, dejando pisoteados y por el suelo las
vestiduras de los santos.
Todas las casas, desde la de
Dios, hasta la del último ciudadano, fueron profanadas en tan criminal feria;
unos entraban y otros salían, para facilitar su robo llevaban a los indios con
alforjas al hombro en las que conducían a sus cuarteles cuantos objetos
juzgaban de valor, y así, la población quedó barrida.
Los siete pecados capitales,
en traje militar, celebraron su fiesta durante cinco días consecutivos. Nada
fue perdonado, ni la criatura de once años, ni la anciana de ochenta: muchas
desgraciadas murieron a consecuencia del acto criminal en ellas cometido; y por
lo que hace a sangre fue vertida entre la de muchos, tomados caprichosamente
por montoneros, la de setenta y dos ancianos, inválidos la mayor parte de
ellos, por sus achaques, algunos miserablemente degollados.
De entre esos infelices
recordamos a los siguientes... (sigue la relación de múltiples nombres). Todos estos fueron victimados
con una alevosía inexplicable, y, nada clamará más al cielo, eternamente, como
el asesinato de esos setenta y dos, que en vano levantaron sus
manos juntas implorando misericordia. La casa del rico y la casucha del más
pobre, todo cayó bajo el saqueo de los insaciables chilenos. Tal y tan grande
fue esto que multitud de familias quedaron en la mendicidad, muchas sin más
camisa que la que llevaban en el cuerpo, sin un plato en qué comer, ni menos un
mal pellejo que pudiera servirles de cama. Casas hubo después del saqueo, que
parecían no haber sido habitadas jamás; y que únicamente por tener techo se
podían diferenciar de las ruinas incaicas.
A la llegada de la noche era
Huamachuco semejante al cadáver de un mendigo, y avaluando "tan solo"
lo que en dinero, alhajas y especies de valor se perdió en el saqueo, se
calcula un millón de soles de plata. Todas las tiendas de comercio
quedaron completamente escuetas: sin más que el entablado de sus pavimentos y
destrozadas por completo sus puertas, parecían, vistas a la distancia,
bocaminas; entre tanto, cada cuartel era una aduana".
Simplemente brutal y asquiento gran diferencia de lo q sucedió con el marino pratts por parte de Grau hecho q resalta lo q es la nobleza aún en los momentos más terribles.
ResponderBorrarClaro, Prat y Grau fueron muy amigos y combatieron juntos unos años antes contra los españoles. Entonces el acto de nobleza al que te refieres es lo mínimo entre viejos amigos, a diferencia de lo que ocurrió en el campo de batalla.
BorrarPara que no lo olviden jamás, así se trata a las milicias irregulares que hostigan y no obedecen armisticios y
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